martes, 10 de marzo de 2009

Aire

Hay cosas que más vale reconocer que no se van a resolver jamás. Pero también hay cosas que pensabas que no iban a resolverse nunca y se han resuelto solas, y en cuestión de días (y hasta de pocos días), sin que tuvieras que hacer ningún esfuerzo.

Hay cosas que te llegan y no esperas, cosas que te sorprenden, como te sorprende abrir los ojos de pronto y darte cuenta de todo lo que estuvo desde siempre ahí, lo que había para ti, al alcance de tu mano, pero tú nunca habías visto. Cosas que no existen aunque parezca que sí, y cosas que existen porque tú quieres que existan. Cosas que no buscas y que aparecen como por un milagro, como si estuviera escrito en alguna parte que tenías que encontrarlas, y se te ofrecen en tu peor momento para enseñarte que cualquier momento puede ser bueno o malo, y es el mismo momento. Que todo depende de cómo lo mires, y desde qué ángulo, y qué eres capaz de ver. Que cómo ves las cosas es cómo son las cosas.

Por eso, muchas veces, hay que aguantarse las ganas de saltar, aunque tengas muchas ganas de saltar (que las tienes), y sentarse y esperar, y seguir esperando, y no aburrirse, y ver por fin cómo las cosas van tomando forma solas. Y mientras, dejar abiertas las ventanas y las puertas para que las cosas entren y salgan, y todo se renueve, y para que lo malo se vaya por la ventana (con el olor a cerrado y las mentiras y las palabras que no debieron decirse) y lo bueno te vuelva a entrar por la puerta (a entrar de frente, o a entrar con los dos pies, que es un dicho muy gráfico pero que expresa muy bien cuál es la única forma de empezar). Para que lo bueno -y lo mejor- entre otra vez en tu vida con una sonrisa sincera y una canción nueva, que no conocías, y una carpeta llena de proyectos que le se salen por los lados y se caen, y que tú recoges y le ayudas a guardar.

jueves, 26 de febrero de 2009

Wanting to die

Y, ya que lo preguntas, la mayoría de los días no puedo recordar.
Camino vestido, sin marcas de ese viaje.
Después, la casi innombrable lascivia regresa.

Incluso entonces, no tengo nada contra la vida.
Conozco bien las hojas de hierba de las que hablas,
los muebles que has dispuesto bajo el sol.

Pero los suicidas tienen un lenguaje especial:
como los carpinteros, lo que quieren saber es con qué herramientas,
no preguntan nunca por qué construir.

Por dos veces yo me he expresado con esa simplicidad,
he poseído al enemigo, comido al enemigo,
he aceptado su destreza, su magia.

De esta forma, pesado y pensativo,
más tibio que el aceite o que el agua,
he descansado, babeando por el agujero de la boca.

No pensé en exponer mi cuerpo a las agujas.
Hasta la córnea y la orina sobrante se perdieron.
Los suicidas ya han traicionado al cuerpo.
No nacidos, no siempre mueren,
pero deslumbrados, no pueden olvidar una droga tan dulce
que hasta los niños la mirarían con una sonrisa.
¡Empujar toda esa vida bajo tu lengua!
Eso, por sí mismo, se convierte en una pasión.
La muerte es un hueso triste, lleno de moratones, dirías tú,
y ahí está esperándome, año tras año,
para deshacer tan delicamente una vieja herida,
para hacer salir a mi aliento desde esta mala prisión.

Balanceándose ahí, los suicidas a veces se encuentran,
rabiosos frente al futuro, una luna hinchada,
dejando el pan que confundieron con un beso,
dejando la página de un libro abierto con descuido,
algo sin decir, el teléfono descolgado,
y el amor, fuera lo que fuese, una infección.