jueves, 26 de febrero de 2009

Wanting to die

Y, ya que lo preguntas, la mayoría de los días no puedo recordar.
Camino vestido, sin marcas de ese viaje.
Después, la casi innombrable lascivia regresa.

Incluso entonces, no tengo nada contra la vida.
Conozco bien las hojas de hierba de las que hablas,
los muebles que has dispuesto bajo el sol.

Pero los suicidas tienen un lenguaje especial:
como los carpinteros, lo que quieren saber es con qué herramientas,
no preguntan nunca por qué construir.

Por dos veces yo me he expresado con esa simplicidad,
he poseído al enemigo, comido al enemigo,
he aceptado su destreza, su magia.

De esta forma, pesado y pensativo,
más tibio que el aceite o que el agua,
he descansado, babeando por el agujero de la boca.

No pensé en exponer mi cuerpo a las agujas.
Hasta la córnea y la orina sobrante se perdieron.
Los suicidas ya han traicionado al cuerpo.
No nacidos, no siempre mueren,
pero deslumbrados, no pueden olvidar una droga tan dulce
que hasta los niños la mirarían con una sonrisa.
¡Empujar toda esa vida bajo tu lengua!
Eso, por sí mismo, se convierte en una pasión.
La muerte es un hueso triste, lleno de moratones, dirías tú,
y ahí está esperándome, año tras año,
para deshacer tan delicamente una vieja herida,
para hacer salir a mi aliento desde esta mala prisión.

Balanceándose ahí, los suicidas a veces se encuentran,
rabiosos frente al futuro, una luna hinchada,
dejando el pan que confundieron con un beso,
dejando la página de un libro abierto con descuido,
algo sin decir, el teléfono descolgado,
y el amor, fuera lo que fuese, una infección.