martes, 10 de marzo de 2009

Aire

Hay cosas que más vale reconocer que no se van a resolver jamás. Pero también hay cosas que pensabas que no iban a resolverse nunca y se han resuelto solas, y en cuestión de días (y hasta de pocos días), sin que tuvieras que hacer ningún esfuerzo.

Hay cosas que te llegan y no esperas, cosas que te sorprenden, como te sorprende abrir los ojos de pronto y darte cuenta de todo lo que estuvo desde siempre ahí, lo que había para ti, al alcance de tu mano, pero tú nunca habías visto. Cosas que no existen aunque parezca que sí, y cosas que existen porque tú quieres que existan. Cosas que no buscas y que aparecen como por un milagro, como si estuviera escrito en alguna parte que tenías que encontrarlas, y se te ofrecen en tu peor momento para enseñarte que cualquier momento puede ser bueno o malo, y es el mismo momento. Que todo depende de cómo lo mires, y desde qué ángulo, y qué eres capaz de ver. Que cómo ves las cosas es cómo son las cosas.

Por eso, muchas veces, hay que aguantarse las ganas de saltar, aunque tengas muchas ganas de saltar (que las tienes), y sentarse y esperar, y seguir esperando, y no aburrirse, y ver por fin cómo las cosas van tomando forma solas. Y mientras, dejar abiertas las ventanas y las puertas para que las cosas entren y salgan, y todo se renueve, y para que lo malo se vaya por la ventana (con el olor a cerrado y las mentiras y las palabras que no debieron decirse) y lo bueno te vuelva a entrar por la puerta (a entrar de frente, o a entrar con los dos pies, que es un dicho muy gráfico pero que expresa muy bien cuál es la única forma de empezar). Para que lo bueno -y lo mejor- entre otra vez en tu vida con una sonrisa sincera y una canción nueva, que no conocías, y una carpeta llena de proyectos que le se salen por los lados y se caen, y que tú recoges y le ayudas a guardar.