miércoles, 17 de septiembre de 2008

Alcohol



Tengo una buena relación con el alcohol. No siempre ha sido así (cuando era jovencito, supongo que él y yo éramos todavía como dos nuevos amigos que no han acabado de cogerse la medida), pero hay que ser consciente de que el alcohol es un amigo y compañero peligroso, con el que nunca conviene confiarse. Hoy por hoy, al menos, nos llevamos bien. Yo respeto sus límites y él respeta y los míos. Y además da color a la grisura del día, y -no sé cómo expresarlo de otro modo, la verdad- me enfoca, me define, me hace reencontrarme con una una parte perdida de mí mismo que se queda a diario en los trajines de lo cotidiano, las frustraciones, los sueños que no serán, los sueños que tal vez sean, los lazos que atan y los lazos que aprisionan. No me convierte en una persona diferente, ni tampoco lo busco ni lo quiero, sino que me reencuentra con mi yo más yo. No porque me libere de las inhibiciones (esto se va perdiendo con la edad, mucho me temo) sino porque dibuja y repasa mis contornos, por lo normal difusos, borrosos, o inexistentes. Es una relación casi de amor, o tal vez sólo sea (como dijo Jim Morrison) un pacto de suicidio lento. Porque algo se pierde en cada trago, y algo se gana también. No es tanto un viaje a lo desconocido como un viaje de vuelta a lo conocido, a una parte mágica de la realidad que se pierde normalmente. La vuelta al yo.



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