Como cuando suena el despertador y te levantas de la cama de un salto, y vas al cuarto de baño a lavarte la cara y despejarte, y te preparas un par de tostadas y un buen bol de café con leche, y te sientas tranquilo en la cocina a pensar en las mil y una cosas que vas a hacer durante ese día, y hasta sales a la calle... hasta que por fin te das cuenta de que sigues en la cama, dormido, y que el despertador vuelve a sonar, y te da una pereza horrorosa levantarte.
Así me siento hoy. Otra vez desarmado, otra vez peleándome contra un millón de brazos que vienen de todas partes y que no dejan que me mueva ni un centímetro, otra vez desmotivado, aburrido, convencido de que haga lo que haga -porque mira que lo intento- nada va a cambiar jamás. No hay forma de que cambie. Porque el espejo en que te miras no cambia ("yo hablo con todo el mundo y nadie se toma las cosas como tú te las tomas", o "tú es que hoy tienes un día malo y eso es lo que te pasa").
¿Cómo explicarle -una y otra vez- que no tengo días buenos ni días malos (o no más ni menos que el resto de la gente), que soy una persona que reacciona a las cosas, y no un ser caprichoso y voluble al que el carácter le cambia por las buenas? Pues de la única forma que sé ya: evitando su presencia y dándole la razón.
Me iré a la cama pronto, y que sea mañana cuanto antes.
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