viernes, 18 de julio de 2008

Suicidas

El suicidio, claro, es una cosa que siempre está ahí.

Cuando se han perdido todas las esperanzas, cuando has perdido la fe (la fe en ti mismo, en los demás, en la vida), cuando intuyes que el resto de tu vida va a ser la misma mierda repetida hasta la saciedad, el suicidio aparece casi como una liberación, un descanso, una renuncia, un no claudicar ante el fracaso.

Un suicida -en contra de lo que cree la gran mayoría de la gente- no es una persona que quiere morir: es una persona que desesperadamente busca una razón para seguir aquí. Un suicida es un filósofo (como intuyó Camus). Es una persona que ama tanto la vida que no está dispuesto o dispuesta a abaratarla y convertirla en la mierda en que se ha convertido, en un sucedáneo malo ("lo que iba a ser, la mierda que ha sido"). Un suicida no es un egoísta: cree con sinceridad que el mundo será mejor sin él, que la gente a la que quiere será más feliz sin él. Porque se siente inútil, una carga, un juguete roto que no encuentra su sitio. Un suicida, en el fondo, está lleno de amor: no hay odio ni revancha en renunciar a la propia vida, y sí hay mucho de dejar el campo libre a los que de verdad saben disfrutar del campo. La muerte es un abrazo. Es la única patria que ye queda en un mundo que te rechaza y no te quiere. En un mundo que te maltrata y te aisla.

Tiene que haber un sitio para los que no tenemos un sitio. Aunque sea la nada. Porque la nada -créeme- no es peor que esto, que este infierno cotidiano en el que todos y todo y cada cosa nos rechaza. Y así una y otra vez.

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