
Pero entonces... un solo comentario. Una opinión. Una actitud. Una forma de hablar. Algo que te revuelve todo lo que hay por dentro, todo ese dolor que siempre estuvo ahí. Algo que te hace ver que nada ha cambiado en esa persona, por mucho que tú hayas expresado tu dolor, tu frustración, tu rabia. Algo que te hace más daño que si volvieras a revivir todo aquello, porque es como la evidencia de que ninguna justicia es posible (y el perdón es una forma de justicia), de que el agresor ni se siente agresor ni, probablemente, ha pensado nunca en cómo te sientes tú. El problema eres tú, te dice y te repite. Como si tú no hubieras vivido tú propia vida, cómo si no supieras de dónde viene todo. Y pides venganza, y te sientes rabioso, y cada pequeño paso que hayas podido dar durante meses, años... se convierte en nada: no eres más que eso, un niño cabreado que pide que le traten como cree que se merece. Un vacío que va alimentando se vacío, o la pescadilla que se muerde la cola.
Y el agresor te mira, como un caso imposible, y piensa a lo mejor en sus otros hijos -tan normales, tan correctos siempre- y te ve como lo que quiere verte: el perrito feo de la camada. El hijo que le salíó mal. El problemático.
Tú mismo terminas por verte de esa forma, y acabas odiándote. Mientras el agresor -ajeno a todo esto- vive su vida y se lo pasa en grande (veraneo, vacaciones de Navidad en la sierra) y le habla a otra gente de ti como un problema que, también lo cuenta, le está saliendo carísimo. Como el que tiene un hijo tonto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario